“Toda su larga galería fue explorada y grafiada de principio a fin, durante los mismos tiempos antiguos en que Tito Bustillo lo fuera, hasta una chimenea de paredes con escasos apoyos que se comunica, no pocos metros más abajo, con el techo de Tito Bustillo” (Javier Fortea, 2007)
LA CUEVA DE LA LLOSETA se ubica en el macizo de Ardines, pequeña elevación caliza situada en la desembocadura del río Sella. Forman parte del mismo macizo kárstico las cuevas de Tito Bustillo, La Cuevona y La Viesca, también conocida en Ribadesella como la cueva de El Tenis. La entrada de La Lloseta es un abrigo de buenas dimensiones, con una amplia boca orientada al sur, y una galería inferior de aproximadamente 300 m de longitud y sentido descendente. Al final de esta galería un estrecho pasadizo da paso a una sala terminal, donde un pozo conduce a una chimenea que en vertical, comunica con la cueva de Tito Bustillo.

La Lloseta es descubierta en 1913 por Eduardo Hernández-Pacheco, y excavada en 1915 por él mismo y por Paul Wernert. Conocida entonces como cueva del Río o como cueva de Ardines, la información que tenemos sobre aquellos trabajos dan cuenta de una excavación realizada en la pared derecha del yacimiento, en una cata de unos dos metros de ancho y en un nivel de poco espesor (de unos 20-30 cm). En total se documentaron en estas excavaciones un total de 176 piezas líticas y 22 en hueso o asta. Entre la industria lítica aparecen varios núcleos, raspadores, buriles, hojas y raederas, en su mayor parte de cuarcita, aunque también hay algunas piezas de sílex. Entre el material óseo se encuentran agujas, azagayas (dos unibiselares y una de doble bisel), punzones, una varilla, una espátula, un cincel, huesos aguzados y cuernas trabajadas. Destacan también dos masas pétreas que estaban expuestas en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, formadas por un conjunto de conchas de diversos moluscos costeros, huesos fragmentados de animales, cantos de cuarcita y fragmentos de sílex rotos intencionalmente. Uno de los bloques se correspondería con un nivel magdaleniense (con presencia de patellas y littorina de gran tamaño), y el otro con un nivel asturiense (con presencia de mejillón, ostra y erizo de mar).

Transitada de manera incontrolada a lo largo de la primera mitad del siglo XX, en una de esas incursiones se recogió una calota craneal depositada en la galería inferior de la cueva, dada a conocer en el año 2001.
En el año 1956 Francisco Jordá lleva a cabo una nueva excavación arqueológica, publicando los resultados de la misma en 1958. Identifica tres niveles arqueológicos en su excavación, y si bien en un primer momento adscribe el nivel III al Solutrense final, con posterioridad consideró que los tres debían ser encuadrados en el Magdaleniense inferior cantábrico. Entre los objetos encontrados destacan ejemplos de arte mobiliar, como azagayas con incisiones rectas y algunos objetos óseos con grabados más complejos (líneas paralelas horizontales y oblicuas o aspas), un fragmento de bastón perforado con incisiones paralelas verticales y algunos dientes perforados.
El problema es que Jordá no identifica esta cueva con la excavada por Hernández-Pacheco, considerándolas dos yacimientos diferentes. Esta confusión perdurará hasta finales de los años setenta, cuando Manuel Mallo, Junto a Manuel Hoyos y Teresa Chapa publican la identificación de ambas cuevas como un mismo yacimiento.

Las primeras referencias al arte rupestre paleolítico de la cueva se publican en 1959, en un artículo que aparece en el diario ovetense Región, firmado por Rafael Llano Cifuentes, quien identifica y describe uno de los caballos conservados en el panel de la sala terminal de la cueva. También localiza la chimenea que da paso a Tito Bustillo, planteando entonces la continuidad de la Lloseta hacia un piso inferior. Esta referencia cayó inexplicablemente en el olvido, hasta que a finales de 1968, Manuel Mallo y Manuel Pérez dan cuenta de la existencia de arte rupestre en la cueva, tras una visita llevada a cabo con motivo de la celebración del II Campamento Regional de Espeleología. Describen entonces dos caballos, dos cabras, un signo escaleriforme y varios restos informes de pinturas rojas, a los que asignan una cronología antigua, dentro del ciclo que Jordá denominó auriñaco-perigordiense.

A partir del año 1999 Rodrigo de Balbín dirigirá nuevas campañas de investigación en relación con esta cueva: en 2001 lleva a cabo una pequeña intervención arqueológica en la zona de recogida de la calota craneal anteriormente mencionada. En la cata practicada no se encontró ningún otro resto humano, ni industria lítica, sino “abundante hueso revuelto y concentrado en un único nivel” superficial. Una muestra de esos huesos fue datada en 11.830 BP. Al mismo tiempo lleva a cabo una revisión del arte rupestre de la cavidad, proponiendo un importante incremento de representaciones gráficas, tanto figurativas como abstractas.

Así, se han señalado manifestaciones rupestres en doce conjuntos repartidos por las dos paredes de la galería inferior, y en su sala terminal. También en la denominada galería cimera, pequeño nicho ubicado entre el nivel del abrigo y el de la galería inferior. En total se reconocen trece caballos, seis bisontes, tres uros, cuatro cabras, dos ciervas, un reno, un megaceros, un mamut y siete animales indeterminados. Respecto a los signos, se definen diferentes tipologías: numerosas puntuaciones y trazos digitales, líneas y bastoncillos, un signo vulvar, signos serpentiformes, signos complejos cerrados y varias formaciones geológicas decoradas. La cronología propuesta abarca una fase antigua presolutrense (estilo II), una fase intermedia que se asigna al Solutrense y al Magdaleniense inicial (estilo III), y una fase del Magdaleniense pleno, que se reduce a las figuras documentadas en el conjunto 4 (estilo IV).

Este balance ha despertado algunas dudas, que atañen especialmente a la realidad de algunos de los motivos figurativos documentados, a partir de la comparación entre las fotografías publicadas y los calcos obtenidos. En la observación in situ, tampoco se pude certificar la existencia de determinados motivos gráficos. Así, por ejemplo, la representación del mamut del panel 2 del Conjunto 1 no responde a las convenciones gráficas características de esta especie, en especial la colocación de las patas en relación con el tronco; en el conjunto 4, la exagerada curvatura en la línea cérvico dorsal de un caballo, la configuración de la giba de los bisontes o la desproporción corporal de la cabra descrita, se alejan de las convenciones gráficas propias del Magdaleniense cantábrico.

Por su parte, las figuras rojas de la galería cimera responden a interpretaciones muy forzadas de lo que no parecen ser más que manchas naturales de la pared. Según Javier Fortea, “la noción de lusus naturae, la identificación muy forzada, o la constatación de que no son más que simples manchas, afecta a casi todas las propuestas figurativas más significativas”.

Sin embargo sí hay que reconocer que al igual que en la vecina cueva de Tito Bustillo, toda la galería fue explorada y grafíada con marcas rojas de principio a fin, incluso en la sala de más difícil acceso, siendo significativo que en el punto de comunicación entre ambas cavidades, dejasen plasmadas las más seguras representaciones zoomorfas de toda la cueva.
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